José Mª Mezquita Gullón. Memoria de lo vivido.
Hola a todos.
Hoy no voy a hablaros de marketing ni de empresa. Hoy voy a hablaros de miradas, de silencios, de escuetas palabras. Las justas.
He tenido el placer y la suerte, de compartir una tarde con amigos en el estudio de Jose Mª Mezquita Gullón.
En medio de una tarde cualquiera, gris, como casi todas las del invierno zamorano, se abrió una puerta y se hizo la luz.
Tras ella, Jose Mª Mezquita, sosteniendo mirada y candil con los que nos «alumbró» el camino a través de una escalera de piedra que ascendía a un paraíso. El suyo. Maravilloso, cual cielo abierto a unos pocos mortales y elegidos. Así me sentí, elegida y privilegiada. También agradecida.
Seguimos sus pasos lentos mientras Jose Mª nos desgranaba cada una de sus obras, como cereal a punto de ser molido en cualquier harinera zamorana. Y es que allí se respiraba un ligero olor a harina blanca. Blanca y serena como la luz que entra por cualquier lateral de sus obras, convertidas en eternos momentos captados a golpe de pincel. Sencillos flashes que han detenido el tiempo y se han quedado agazapados junto a una antigua carretilla de madera o bajo los mandos de un viejo panel metálico.
Jose Mª también ha trillado y separado como nadie el grano de la paja, dejando espacios limpios, vacíos, para dar fuerza y valor al resto de la obra. Vigas de madera, cañas y paja, que sostienen techumbres a medio camino entre el ser y la nada. Y es que hasta la nada se convierte en ser entre sus manos.
Miradas nuestras y silencios alrededor de Mezquita y su palabra. Pinceladas, las justas. Ni más ni menos. Palabras también. Y es que es mejor callar cuando las obras hablan, y susurran y gritan. No hay más que acercarse y observar la mano de nieve que ha sabido arrancarlas, como las notas del arpa olvidada.
Aquella tarde entre los muros de una casa tan bonita como fría, también se respiraba el calor que desprenden las obras vividas y sentidas como nadie. Se mascaba el aliento y el vaho de quiénes moraban en aquellas estancias heladas.
Ropa colgada, bidones, escoba y botas de agua. Los moradores… ahí mismo, al otro lado del viejo portón. Si te quedas en silencio, seguro que los oyes susurrar.
Mezquita habla lento, pausado, eligiendo cada palabra como lo hace con los colores. Y entonces encuentra los tonos y también la palabra precisa y la sonrisa perfecta como el viejo poema de Silvio Rodriguez convertido en canción. Ojo silencioso que ilumina cada pincelada y parpadea en cada trazo. Su mirada y su silencio comunican tanto como cuando habla.
Jose Mª es hijo de la tierra y la siente y la expresa como nadie. Barro y ramas, naturaleza y agua. Raíces que lo atrapan y cuyos nudos se convierten en injertos de los que brotan sus manos. No sé muy bien si él es la tierra y su mano la rama. O tal vez sea el árbol cuyos pies se funden con el campo.
Pelo canoso y sereno, de manos blancas, que se mueve lento, cual vaivén de la ropa trazada que cuelga de cualquier viejo armario.
Ha sido un placer compartir espacio y tiempo con Jose Mª Mezquita. Y como soy platónica, me atrevo a decir que ha sido un placer para los sentidos y para el alma!!
¿Por qué MEMORIA DE LO VIVIDO? Porque su obra y él transmiten lo vivido a lo largo de su vida.
Yo también lo que viví aquella tarde.
Ahora es momento de callar y escuchar el color de sus palabras.
Nos vemos pronto!!
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