Somos lo que callamos, somos el silencio entre palabra y palabra.
Muchas veces me pregunto cómo son realmente mis amigos, mi familia, cómo es la gente a la que quiero, uno por uno, en solitario, sin dobleces…o cómo soy yo para todos ellos…
Y cuando reflexiono sobre cada uno de ellos, vienen a mi cabeza un montón de episodios, recuerdos, conversaciones, alegrías, llantos y penas… en definitiva, pantallazos y flashes, sucesiones de momentos vividos y compartidos, idas y venidas de unos tiempos pasados y otros no tanto. Recuerdo muchos de ellos con una nitidez casi perfecta, como si los estuviera viviendo de nuevo. Otros sin embargo, apenas se transparentan bajo el manto del olvido y los años…
Con todo ello, me he ido haciendo una imagen (también ellos de mi) de todas estas personas que rodean mi vida, una descripción más o menos detallada. Y con todos estos datos me creo tener una idea de lo que son. Y si llega el caso, afirmo con rotundidad mi alto grado de conocimiento sobre sus personas. Pero más que idea, es un leve, sencillo y escueto reflejo de lo que son en realidad.
Me he dado cuenta que conocer a las personas es ser capaz de ver más allá de sus actos y de sus palabras. Es ser capaz de leer sus silencios, de observar lo que callan, de nadar en la profundidad de sus ojos, de saber qué hay detrás de los gestos que ni siquiera han salido de sus cuerpos…
En las últimas décadas la Neurociencia y la Psicología descubrieron algo que los filósofos del lenguaje ya habían sospechado hace mucho tiempo: nuestro comportamiento está determinado por los conceptos lingüísticos que utilizamos para enfrentarnos al mundo que nos rodea. Estos conceptos imponen categorías a nuestra experiencia y a nuestro comportamiento en el mundo. También nos imponen limitaciones.
En todas las culturas hay una serie de valores que asociamos a las palabras que utilizamos. Es por ello que las mismas palabras no significan lo mismo para unas culturas y para otras. Las ideas que comparte un determinado grupo social, hacen que cada persona se comporte de una determinada manera.
Y no solo es importante el lenguaje que utilizo a la hora de dirigirme a los demás, sino a la hora de hablarme a mi misma. El lenguaje condiciona mi pensamiento, mi experiencia y mi manera de ser y estar en el mundo.
A su vez, la idea que tengo de las personas que me rodean, está mediatizada por mi manera de ser y de comportarme, mis valores, mis estados de ánimo, mis escenarios, mis situaciones, mis esquemas mentales, mi cultura, mi herencia… y todo lo que llevo en esa mochila real y metafórica que todos cargamos con más o menos peso, con más o menos ganas o desganas…
Las palabras que pronunciamos todos, los gestos, las acciones… destilan un cierto aroma a verdad, a lo que somos realmente. Pero solo es un CIERTO aroma. Lo que sucede es que para comprendernos realmente hay que entrar por debajo de todo esto, en el subsuelo, en aquello que queda indefinido, en los espacios entre palabra y palabra, en los silencios.
Todos nos quedamos en lo que decimos que somos, en lo que decimos y hacemos. Pero detrás de todo eso está un espacio que no se verbaliza, un profundo silencio, una nada, un paso previo a la actuación, al gesto y a la palabra. Un espacio en el que realmente somos lo que somos, sin filtros ni mediaciones. Es el ser auténtico nuestro, y el de los que nos rodean. Un lugar al que no llega nadie. Solo nosotros mismos. Y en ocasiones ni eso siquiera.
Un espacio de nuestros amigos, de nuestra familia, al que nunca hemos llegado, en el que nunca hemos entrado, porque no se puede pasar… Es infranqueable. Tal vez sea el lugar de la interpretación de los demás, y a la vez el de uno mismo. Es el espacio de la nada y del todo, porque no existe nada y a la vez es el único espacio donde existe todo.
Creemos que conocemos a los que nos rodean y en realidad lo que hacemos es capturarlos por una escena o por varias. Si, «captura», como lo hacen las máquinas de fotos, que capturan secuencias y fragmentos de tiempo. Y entonces los unimos como si fuéramos grandes editores de películas, y hacemos composiciones a nuestro antojo.
Somos la pequeña punta de un iceberg que se sujeta y se sostiene precisamente porque lo que no se ve son los pilares de lo que somos, la esencia misma de nuestra manera de ser en el mundo. No podemos sino seguir mirando el oscuro mar que rodea dicho bloque de hielo, observar lo que no existe para nuestros ojos, mientras seguimos empeñados en describir lo que vemos pensando que es lo único que hay.
Esta reflexión me lleva a considerar que el silencio suena y mucho. Y que somos lo que callamos, mucho más que lo que decimos y actuamos.
Sucede lo mismo en las artes visuales con el espacio negativo, es decir, el área alrededor del objeto principal cuya información no es demasiado relevante pero es un elemento de la composición.
Cuando se habla del ser personal importa. Y mucho.
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